martes, 6 de diciembre de 2011

Dona nobis Pacem (Danos la Paz)

“La Belleza salvará al mundo” (Dostoievski)
 
¿Qué hacen un grupo de cuarenta adultos de diversa edad y condición quedando juntos una gélida tarde de noviembre, en medio de una enorme crisis económica, a escuchar y ver una Misa compuesta por un autor muerto hace dos siglos e interpretada hace veinticinco años? Así, de inicio, todo indica que nos encontramos con un grupo de "frikis" con muchas ganas de perder tiempo. Veamos si es cierto. 

Herbert von Karajan dirigió la Misa de la Coronación de Mozart a la Filarmónica de Viena con ocasión de la Santa Misa Solemne que se celebró en el Vaticano, presidida por el Papa Juan Pablo II, con motivo de la festividad de San Pedro y San Pablo de 1985, con la especial participación de entre otros de la soprano Kathleen Battle y del Coro de Viena. 


Mozart fue quizá el hombre más dotado para la música de la Historia y, dicen sus escritos, que puso su incomparable talento a trabajar para conseguir gloria, fama y dinero, como justo reconocimiento a su extraordinario don. Sin embargo, no recibió lo que deseaba y seguramente merecía y murió endeudado, no suficientemente reconocido y consciente de que toda su valía y también toda su miseria, se iban con él a su tumba.

Pero el jueves, pudimos experimentar cómo aquello no era del todo cierto. Escuchando en silencio el Agnus Dei nos pareció que a través de nuestros sentidos desaparecían por momentos nuestras ocupaciones y preocupaciones y, hasta los muros del salón de actos, y nos situamos en otro plano, abiertos a una dramaticidad, una belleza y una alegría impensable varias horas antes.

Mozart no diferenciaba entre rezar y componer o interpretar música. A través de su creación nos sitúa en el mismo lugar que él se colocaba al componer. Y el bellísimo y dramático diálogo que Mozart tiene con Dios nos puso con el corazón en un puño. Nos hizo ponernos de nuevo en la posición de cualquier ser humano, con todo su bagaje y cansancio, que se pone al final del día, de la vida, desnudo, sin engaños, con toda su pequeñez, delante del Destino, de lo Eterno, del Misterio, y hace cuentas… y no le salen, y no nos salen, y entonces… y entonces, pide, pedimos saldarlas al Único que sabe que tiene el poder de saldarlas. Pero no de cualquier forma. 

El Dios ante el que nos pone Mozart es un Dios aparentemente frágil y listo al sacrificio (Agnus Dei), pero que tiene el enorme y único poder la posibilidad de lavar todos los imborrables pecados del mundo (qui tollis pecata mundi), y por tanto, al único que se le puede pedir misericordia gratuita (miserere nobis). Pero basta este grito desgarrador, repetido hasta tres veces para caer en la cuenta, como le ocurriera a San Pedro, esta petición de un corazón en carne viva, para que de manera inmerecida, gratuita e inesperada, Él nos conceda su abrazo, su Paz (Dona Nobis Pacem). Y entonces la melodía íntima, sutilísima de súplica interior de la soprano, se vuelve poco a poco en la potente y grandiosa voz del coro, majestuosa, feliz al experimentar haber obtenido el regalo que por nuestras fuerzas nunca hubiéramos podido obtener: la Paz, el Descanso, la Plenitud que siempre habíamos deseado, que siempre se nos escapa y nos parece inalcanzable.  

Conmoverse de nuevo con Mozart, a través de la sensibilidad de Von Karajan y Battle, dos oradores unidos en una misma interpretación, junto al mendicante Juan Pablo II, hace que la tarde de otoño adquiera otro peso, otra densidad, y que vayamos a casa transformados por la única Belleza que salva al mundo, que está detrás de cada realidad cotidiana, de cada persona que encontramos y que la buena música, el arte y la belleza nos hace más evidente. 

No éramos entonces tan "frikis", era sólo que estamos bien hechos…


No hay comentarios:

Publicar un comentario