domingo, 24 de abril de 2011

De dioses y hombres

Siete hombres que se abrazan mientras cantan un salmo como única defensa contra un helicóptero de combate; un anciano asmático que hace frente a unos terroristas que pretenden llevarse las medicinas que usa para curar a los niños sin recursos; un hombre desarmado que se niega a ceder ante las amenazas de terroristas armados y que luego recrimina a un coronel el trato vejatorio que recibe el cadáver de uno de esos terroristas… Los hombres sólo somos hombres cuando somos libres y la única libertad posible es aquella que es consciente de la debilidad humana y de que Dios es Padre Todopoderoso.
Cuando Fayattia, el jefe del comando terrorista, harto de las negativas del abad a cada una de sus exigencias, le dice amenazante “basta, no tiene elección” el abad responde seguro “sí, tengo elección”. Esta libertad del abad no es fruto de una mayor fortaleza física ni de una mayor valentía humana, sino de una mayor conciencia de pertenencia a Cristo, una claridad que el permite saber que él ya entregó la vida y que por tanto nadie puede quitársela. Esta conciencia va poco a poco desarrollándose en el grupo de monjes de este monasterio del Atlas. Monjes que están lejos de ser héroes o de desear siquiera ser mártires pero que a lo largo de la película van adquiriendo la certeza de que nadie le puede quitar la vida a un hombre libre. Y esta paz y esta certeza son percibidas por los habitantes de la aldea, una aldea en la que ellos son el árbol en el que los otros se posan.
De dioses y hombres deja bien claro que las principales víctimas del integrismo son los propios pueblos en los que éste se desarrolla. Y, frente a la miseria y la violencia a la que el pueblo es sometido por terroristas y gobiernos corruptos, estos monjes muestran cada día la esperanza y el amor de Dios. Un amor que se palpa en un dispensario médico donde también se hace labor de ropero, en un mercado donde unos monjes cristianos tienen un puesto de miel en medio de los demás comerciantes; en un monje anciano que es elegido como confidente de sus sentimientos por una joven musulmana; en un hombre que ama de tal manera el lugar en el que vive que abraza a los árboles entre los que pastan las cabras o en que cristianos y musulmanes celebren juntos una fiesta por la circuncisión de un niño.
En el corazón de cada hombre, independientemente de donde nazca, existe un deseo irreductible de felicidad y es a partir de esa realidad como se puede construir el respeto y la cooperación. No serán las alianzas de los estados, ni los acuerdos internacionales, ni el colonialismo en su versión clásica o moderna, los que salven el abismo entre los pueblos. Sólo puede construirse la convivencia a partir de la experiencia que está en lo más profundo de cada ser humano, y esa no es otra que la conciencia de pertenencia a Dios.


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